La nostalgia puede ser un arma de doble filo, pero hay una verdad irrefutable: si no te podías comprar algo de salida, esperabas a que bajara. En la generación actual no solo hemos visto cómo el coste del hardware se dispara, sino también cómo los videojuegos, lejos de abaratarse con el tiempo, mantienen —e incluso aumentan— su precio. Surge entonces una pregunta inevitable: ¿se ha convertido el videojuego en un lujo inaccesible para muchos?

Todo incansablemente más caro

Las consolas de nueva generación llegan con precios de salida cada vez más altos, justificados por sus procesadores potentes y sus capacidades gráficas avanzadas. Pero, a diferencia de épocas anteriores, esos precios no tienden a reducirse con el paso de los años. Ya hemos visto que, una y otra vez, incluso suben. Esto afecta también al mercado de segunda mano, donde resulta cada vez más difícil encontrar alternativas realmente económicas.

La situación no mejora en el terreno de los juegos. Los títulos AAA, respaldados por presupuestos millonarios en desarrollo y marketing, superan con facilidad la barrera de los 70 euros. Al menos, en los juegos es más fácil encontrar ofertas, aunque en ciertos casos, su precio rara vez baja con el tiempo. Nintendo es el ejemplo más claro: muchos de sus juegos mantienen su coste intacto durante años, consolidando la percepción de que el valor de un videojuego ya no está ligado a su antigüedad.

El mercado del PC tampoco escapa a esta realidad. Las tarjetas gráficas —imprescindibles para disfrutar de los juegos en su máximo esplendor— han experimentado incrementos de precio desproporcionados. Las mejoras anuales rara vez justifican el coste, y jugar en PC «en condiciones» acaba teniendo un coste que pesa sobre los consumidores.

Una generación estancada

Algunos defienden que la tecnología actual justifica esta escalada de precios. Sin embargo, la innovación jugable no siempre acompaña a la potencia técnica. Muchos títulos ofrecen gráficos espectaculares, pero experiencias repetitivas o poco arriesgadas. Esto plantea dudas sobre si la relación entre coste y calidad se mantiene realmente equilibrada, o si simplemente se justifica el precio con las horas de juego, que, en muchos casos, no deja de ser relleno, campos vacíos o lo que se les ocurra a los desarrolladores para alargar la experiencia sin que supongan demasiados costes para el estudio.

Parece que lo único que ayuda a acceder a juegos sin desembolsar demasiado dinero son las suscripciones. El modelo de servicios como Game Pass se presenta como una opción atractiva frente a los precios de compra individual. No obstante, también abre interrogantes sobre la sostenibilidad del mercado tradicional. ¿Estamos avanzando hacia un futuro dominado por las suscripciones, en detrimento del modelo clásico de propiedad de los juegos? ¿Cómo va a afectar esto a largo plazo a los estudios?

Es evidente que la industria del videojuego necesita reflexionar sobre su sostenibilidad económica. Sí, esta generación está vendiendo bien, pero ¿va a ser sostenible seguir así? Y hoy nos estamos centrando en el precio para nosotros, pero estos costes desatados se reflejan también en la volatilidad que acaba con decenas de estudios y miles de puestos de trabajo cada año, con equipos que no pueden innovar porque tienen que cumplir con lo que algún enchaquetado cree que es la fórmula del éxito, y lanzar juegos en tantas plataformas como sea posible para que sea rentable, impidiendo aprovechar las nuevas máquinas –que tanto nos han costado– y hacer cosas inimaginables en anteriores generaciones.